A Fuego Lento

El fuego no la calentaba. Nunca lo había hecho. Ella laboraba día y noche, recogiendo leña, tendiendo ropa, supervisando a los niños, vendiendo tortillas, cuidando a los animales de la granja, todo para mantener prendida la llama mística que le aseguraba sobrevivir otro día. Sabía que tenía que seguir trabajando, que sin su labor la llama se apagaría y ella y su familia no aguantaría ni una noche del invierno bruto. Pero algunas veces, mientras se sentaba muerta de frío frente a la llama danzante, su esposo bebiendo otro vaso de tequila a su lado, no podía evitar preguntarse a sí misma si todo su labor valía la pena. 

    De chica soñaba con una vida ideal. Soñaba con vivir en un lugar hermosísimo, lleno de flores. Ella tendría joyas bellísimas y grandes, como los ricos, y además tendría un esposo que la adorara. Sí, él la querría a fuego lento: la llenaría de besos, tomaría sus mejillas entre sus manos y le tocaría el rostro de una forma extremadamente delicada y tierna, como si fuera una muñequita de porcelana. Sí, y eso le diría: mi muñequita, mi adorada, mi amor. Y cuando se besaran, sería como si fueran las únicas dos personas en el mundo. Sería un amor maravilloso, lleno de pasión y de admiración mutua, donde los dos se trataban como los dioses de su propio mundo. 

    La puerta abrió, y ella regresó su mirada al fuego que brillaba en la esquina de la habitación. Oyó el sonido de unas botas pesadas acercarse a ella, hasta que una sombra creció sobre ella. 

    – Oye, mujer, le dijo su esposo, arrastrando sus palabras como vagabundo. 

    – Qué quieres, Ramón, contestó en voz baja, viendo al suelo. 

    – A mi se me habla de usted, mujer. Oye, a ver. Mírame, mujer. Mírame. 

    Ella subió la mirada, y vió a su esposo, con su piel oscura y agrietada, parado en frente de ella. Su camisa, que hace mucho tiempo había sido blanca, ahora era de un color amarillento. Sus pantalones azules estaban llenos de manchas de cemento seco y de polvo. Sus botas negras, que parecían de vaquero, tenían las suelas llenas de tierra y de mierda. En su mano tenía una botella de tequila, la mitad cual yacía vacía. Sospechaba, basado en el fuerte olor que emanaba de su esposo, que no era la única botella de tequila que había tomado ese día. 

    – ¿Cómo se dice, mujer?, le dijo Ramón en voz alta. 

    – Qué quiere, Ramón. 

    Ella no se movió cuando le dió una cachetada. Se quedó inmóvil, sus ojos llenos de lágrimas, sintiendo la sangre que le salía de la nariz. 

    – Con respeto, dije, le gritó Ramon. Tú a todo me dices que sí señor. Yo trabajo todo el día para que comas, mujer. Tú y tus malditos hijos. 

    – Son nuestros hijos, Ramón. Y si sigues hablando los vas a despertar.

    – ¡Cállate la boca! ¿Qué no ves que estoy hablando, mujer? Yo no trabajo todo el pinche día para que andes aquí insultándome, diciéndome como se hacen las cosas. Las cosas son cómo yo las digo y ya. Ahora, calladita más bonita. 

    Hubo un silencio sepulcral. Ella buscó un trapo y lo usó para cubrir la sangre que le salía de la nariz. Él caminó hacía el fuego, estirando las manos hacia la llama. 

    – Qué se me congelan los huevos. ¿Por qué no fuiste por más leña, mujer? Yo no trabajo todo el día para regresar a esta llamita de mierda. 

    – Ya no hay dinero para comprar más leña. Eso fue lo único que pude cortar con el hacha antes de que se rompiera. 

    – ¿Rompiste el hacha? Esa hacha me costó un dineral.

    – Pero si no eran más que palitos atados a un cuchillo de cocina. 

    – ¡Qué no me contestes, mujer! ¿O quieres que te dé otro madrazo?

    Ella no dijo nada. 

    –  Ni siquiera le pusiste bien la leña. Que no sirves ni para eso, mujer, dijo Ramón. Vé que yo con una patadita lo hago mejor que tú. 

    – No se atreva, le dijo, levantándose de inmediato. – Si toca esa llama, va a ver –

    – ¿Qué voy a ver? Ándale, termina esa oración y empieza otra para el cielo, porque te voy a romper la madre si sigues hablando.    

    – Si patea tierra sobre esa llama, se va a extinguir, le dijo la mujer, acercándose con calma. Ya no hay más leña, y al menos de que haya traído más dinero él día de hoy, que dudo muchísimo, no la vamos a poder volver a encender. Entonces, por favor, cálmate – 

    – ¡Qué me hables de usted, mujer!, dijo Ramón con furia, y con eso le dió un puñetazo. La mujer cayó al piso, sosteniéndose la cara, llorando. 

    – Sabes que tú no eres el único que trabaja, ella dijo con rabia. – Yo trabajo todos los días como esclava solo para que tu te gastes nuestro dinero bebiendo y en prostitutas. ¿Qué no piensas en nuestros hijos? ¿En nuestra familia? 

    – ¿Qué ni con golpes entiendes, mujer? Hasta el perro entiende con un buen madrazo. 

    – ¡Qué te calles, pendejo! ¡Escúchame, por una vez en tu puta vida! Yo trabajo todo el día haciendo pinches tortillas, lavando la ropa, cuidando a los animales de la granja y a los niños. Yo me aseguro que este lugar y esta familia no se caigan en pedacitos. Trabajo y vendo hasta mi alma para que tengamos suficiente para comer y para que tengamos suficiente dinero para comprar la leña para alimentar a esa llamita de mierda, cómo tú le dices. Nunca digo nada, nunca me quejo de nada, ni de tus borracheras ni de tus mujeres, y esta es la única vez que te pido algo, que te pido que me escuches y no patees tierra hacia el fuego, porque si no se va a apagar y nos vamos a morir de frío, tu y yo y todos. ¿Entiendes?

    – Ya estoy harto de tú y tus quejas. Piensas que no sirvo para nada, ¿verdad?

    – ¡Sí, sí lo pienso!

    – Pues ya estoy harto. Vamos a ver con unos golpes más si dices lo mismo. 

    Y con eso, tomó otro trago de tequila, y con fuerza, arrojó la botella, todavía rellena con alcohol, hacia las llamas. 

    La mujer gritó, pero era demasiado tarde. El fuego, que antes había sido una mera llamita, explotó de repente con una furia impresionante. Ramón gritó y cayó al suelo, la mitad de su cuerpo en llamas. La mujer se hizo para atrás, sosteniéndose la cara que todavía le dolía, gritando. 

    El fuego empezó a trepar por las paredes. La mujer vió con horror la rapidez con la que las llamas infectaron las cortinas.  La mujer corrió al único otro cuarto de la casa y rápidamente despertó a sus hijos. 

    “Por la ventana,” les dijo, tratando de respirar. “Sálganse por la ventana y saquen a los animales. Vayan por Doña María. Rápido, Rápido.”

    Ella corrió de regreso al cuarto principal. Ramón estaba tirado en el suelo, inconsciente. La mujer sacó un trapo y trató en vano de apagar las llamas. A ella le gustaría en ese momento haber podido apagar el incendio con sus lágrimas, su sudor, o su sangre. Pero el fuego seguía creciendo y creciendo, devorando su casa como una bestia. 

    No iba a poder extinguir las llamas. Salió con urgencia, tratando de buscar una cubeta con agua, pero en el momento en el que trató de salir, el techo de su casa colapsó sobre la salida, dejándola atrapada. 

    Ella corrió hacia el cuarto de los niños, tratando de salir por la ventana. Pero el fuego había invadido esa sección de la casa, y ahora era imposible salir. La mujer cayó al piso, su cara llena de lágrimas y sangre, y gritó fuertemente. 

    La mujer empezó a llorar. Alrededor de ella, las llamas rugían con fuerza. Ya no veía nada más que el humo que la rodeaba. Ya no podía oler más que el olor a piel quemada. Empezó a toser. El humo la empezaba a sofocar. Se iba a morir. Se iba a morir.

    Pero de repente, se dió cuenta de algo. De una sensación linda, casi tierna, sobre su piel. Le parecía casi como la caricia de un amante, un amante que le decía muñequita y mi amor. 

    Calor. Era el sentimiento de calor.

    Abrió sus ojos y volteó a ver a su alrededor. El fuego brillaba en todos lados con un color naranja impresionante. Le parecía como el naranja de las joyas que traían los ricos, como el naranja de un hermoso atardecer, como el naranja de las flores vibrantes que había en el campo. Brillaba con una potencia impresionante, casi sublime. Y en ese instante la mujer entendió porque Jesús había mandado a su espíritu, la cosa más pura del mundo, en forma de fuego.

    Ella sonrió. Y mientras que el fuego la acariciaba, en lo único que pensaba era en lo afortunada que era de al fin encontrar a alguien que la quisiera a fuego lento. 

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