Sopa fría

Él murió en Argentina. Ella lo vivió cientas de veces: lo veía en el antepecho de la ventana, fumando, tirando las colillas del cigarro sobre la rayuela que yacía abajo. Decía puras tonterías, hablando solo por hablar, filosofando solo para frustrar a la gente de abajo que le rogaba que no saltara, Horacio, bajate a tomarte un mate. Pero un momento después, casi sin que ella se diera cuenta, él ya no estaba en la ventana, y el olor de sopa fría de su gabardina se mezclaba con el olor de la sangre.

Sonó su celular. Ella miró hacia arriba, cerrando el libro. Suspiró y no se movió. 

Ya sabía lo que decía el mensaje. Ya sabía que era grosero llegar tarde a una despedida, y aún más llegar tarde a la tuya. Pero no podía dejar de pensar. 

Se paró y empezó a reunir sus cosas para irse. Estuvo a punto de recoger los cigarrillos, pero se detuvo.

-- Adicta, se dijo a sí misma, y salió por la puerta. 

El cielo se estaba nublando. No había traído su paraguas.

Ella se puso a pensar. Era su vicio, realmente, pensar. Se puso a pensar sobre las peores cosas en la vida. La peor, sin duda alguna, era morir en Argentina.

¿Pero qué era lo que decía Freud? Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte. Che, es lo que estaba haciendo, lo que no la dejaba dormir. Había leído el libro docenas de veces, tratando de encontrar un escenario donde Horacio sobreviviera. Pero siempre acababa muerto, o tirado en el pavimento o en el fondo de un río metafórico. En fin, no lograba ser más que una gabardina hueca manchada de sangre y oliendo a sopa fría. 

Se puso a pensar en esa gabardina que olía a sopa fría. Ahí yacía la respuesta del misterio de Horacio. Esa gabardina lo distinguía de los otros personajes, que ella se imaginaba se ponían esos suéteres de cuello alto que usaban los intelectuales en los sesenta, y marcaba su paso por París, el olor de sopa fría dejando atrás un rastro invisible que solo podían seguir los perros. Le gustaba el pensamiento de que el olor de Horacio se quedara impregnado en todos lados: en los sillones en los que se sentaba, en los vasos de los que bebía, en los rincones por los que vagaba. Se imaginaba a La Maga lavando sus sábanas otra y otra vez, olfateándolas por milésima vez y preguntándose por qué carajos seguían oliendo a sopa fría. Florencia olía todas estas escenas imaginarias con una claridad espeluznante. Sin embargo, no olía nada con la claridad con la que olía la última escena de Horacio, en la que el olor de sopa fría se mezclaba con el de la sangre.

¿Lo hubieran salvado otros escritores? Cortázar era cruel, eso quedaba claro. Sus protagonistas acababan siendo sacrificados por mexicas o convertidos en axolotls. Con él, tenían que morir. ¿Pero qué hubiera pasado si hubiera sido Dickens o Dostoievski el que escribiera la historia? Tal vez así Horacio hubiera sido salvado del tumulto intelectual que lo sofocaba, hubiera sido salvado por la gracia divina de Dios o el dinero de un pariente perdido rico. ¿Pero si hubiera sido alguien aún más cruel que Cortázar, alguien como Kafka o Camus? ¿Qué le hubiera pasado a Horacio? ¿Acabaría muerto en el desierto, o convertido en una cucaracha? 

¿Quién es la persona qué escribe nuestras historias, y en quién basó nuestro personaje? ¿Era acaso Hamlet la inspiración de su ser, o Madame Bovary? ¿Quién estaba escribiendo su historia? Tal vez era alguien cruel, alguien que la conduciría al abismo de la soledad y lo llamaría poesía. ¿Podía ella hacer algo al respecto? ¿Podría salirse de la página del escritor y crear su propio destino, su propia historia? No lo sabía. Pero suponía que no importaba, porque ya había llegado a su despedida. 

Suspiró fuera de la puerta. No sabía que esperar. Entró al complejo de apartamentos y subió al séptimo piso. Ahí, tocó la puerta café con el número 756, de donde provenía el sonido de la música. 

Esperó. Volteó a ver los demás complejos departamentales, idénticos de una forma casi espeluznante. Si ella entrecerraba los ojos, las puertas cafés y las paredes blancas parecían mezclarse en una extraña entidad uniforme. 

Cerró los ojos y suspiró. Se hubiera traído sus cigarrillos, pensó, y después se regañó por haberlo pensado. 

La puerta se abrió. Ahí, parada con una gran sonrisa en su cara, estaba Mariana. 

– Che, ¡pero hasta que vos llegás! Entra, mi queridísima Florencia, entra, entra. Te estaban esperando todos.”

– ¿Estaban?

– ¡Claro, ya se fueron! Llegar dos horas y media tarde es demasiado hasta en Argentina. Pero no te preocupes, piba, les dije que estabas enferma y se te complicó venir, les dí un poco de mate y cerveza, y con eso se compuso la cosa. Nada grave. Vení, vení. Te hago un buen mate argentino antes de que te vayas a París. 

Florencia asintió. Siguió a Mariana a su pequeña cocina, que estaba repleta de los platos y vasos de los invitados anteriores. La cocina olía a mate y a comida que llevaba más de dos horas fuera. En el lavabo había un conjunto de platos, todos tirados, algunos brillando con unas burbujas de jabón. En la esquina había un trapo azul. 

– Dime, ¿qué estabas haciendo esas dos horas que te estuvimos esperando, eh?, dijo Mariana con calma. 

– Estaba leyendo. 

– No me digas que estabas leyendo ese libro infernal otra vez. Ya te lo sabes de memoria, Florencia. 

– Te lo prometo que no me lo sé de memoria.

– ¿Qué interés le ves a ese libro? Creo que nunca lo entenderé. 

– Tiene varias verdades ocultas. 

– ¿Verdades que vos no podes encontrar en tu fiesta de despedida?, dijo Mariana con una sonrisa, y le entregó a Florencia su mate. 

Florencia sonrió, distraída. 

–Dale, vamos a la azotea, que está bonita la noche. 

Florencia siguió a Mariana por unas escaleritas escondidas en una esquina. Abrió una puerta y se encontró en una azotea común y corriente, con vista de los techos desmoronados que la rodeaban. Mariana se sentó en una esquina y sorbió su mate. Volteó a ver a Florencia con una sonrisa desarmante. 

– ¿Te ves reflejada en el libro este?

– Es algo más complicado, dijo Florencia, sentándose al lado de su amiga. – Cómo te lo explico. Una vez de chica, mi mamá vió a una vieja cruzando la calle. Era una vieja común y corriente – no había nada especial sobre ella, ninguna cualidad que sobresaltara. Pero mi mamá, al ver a la vieja, supo en ese instante que ella era la reflexión de su futuro. Se veía a ella misma reflejada en la vieja, se veía cruzando la calle años después con la misma ropa puesta, con la misma joroba en la espalda, con los mismos lentes que se le caían de la cara. Y mi mamá sabía que si en ese momento llegaba un camión y atropellaba a la pobre vieja, o si la pobre se caía por una alcantarilla o algo, lo mismo le pasaría a ella. 

– Mierda, contestó Mariana.

Florencia no dijo nada, solo volteó a ver la cima. Se preguntaba si yacía una rayuela en el fondo. 

– Che, y ¿te emociona irte a París? Que como que no vos veo muy feliz, si andás leyendo ese libro pretencioso por milésima vez, dijo Mariana. 

Florencia tomó un sorbo de mate. 

– Yo creo que sí. 

– Andá, pensá en todos las cosas que vas a ver. La Torre Eiffel, los edificios, los puentes…

– Los puentes parisinos solo sirven para dos cosas: para enamorarse y para suicidarse. 

– Para aventarse y masturbarse, entonces. Anotado, amiga.

Mariana sacó unos cigarros del bolsillo. Le ofreció una a Florencia, que declinó con un movimiento sutil de la cabeza.

– ¿Ya no fumas, piba?

– No, ya no, dijo Florencia lentamente, como si estuviera soñando.

– Que bueno. No vayas a acabar como yo. 

– Tengo más miedo de acabar como él.

– ¿Quién? ¿Tu padre? Che, pero sigue vivo. 

– No, no, como Horacio. 

– Pero quién mierdas es Horacio. No me digas que es el personaje de tu libro.

Florencia no contestó. Miró a su alrededor y suspiró. 

– Pero que se ha vuelto una obsesión, esto, dijo Mariana. 

– Soy una persona obsesiva.

– Que mierda estás diciendo. Che, vos vas a ir a París y vivir el sueño de muchas personas, y no puedes dejar de pensar en un libro malo que nos dejaron leer en la preparatoria.

– No es que no pueda dejar de pensar en él. Pienso en él de la manera en la que piensas en tu brazo, en tus intestinos. Es como una parte integral de mí, una verdad no descubierta dentro de mi ser. Es como mi destino. Pero no quiero que sea mi destino. Me digo que ha de haber algo que hacer para evitarlo. Pero no sé si se pueda hacer algo para evitar algo que está cómo programado dentro de nosotros. Aristóteles dice que sí. Kant dice que no. 

– Che, que filósofa nos saliste. 

– Es como la historia del viejo en Grecia que fue dicho que moriría porque algo le caería en la cabeza. Decidió permanecer afuera para que nada le pudiera caer en la cabeza. Pero después le cayó una tortuga en la cabeza y se murió. 

– Pero eso le sucedió por mala suerte, Florencia. 

– No, pero no entendés. Es algo más profundo que eso. Yo hablo de la filosofía determinista, del destino, del libre albedrío. 

– Eso no importa, Florencia. La vida se vive y ya. No hay de otra. 

– Pero este no entendés–

– Pero claro que entiendo. Te preocupa el futuro, igual que a todos nosotros. Pero, ¿querés saber mi opinión? Tal vez no lo pueda decir tan elegantemente como lo dices vos, pero lo puedo decir con más convicción. La vida es como jugar un juego. Si empiezas a pensarlo demasiado, si lo empiezas a sobreanalizar, se le quita lo divertido. Andá, deja de pensar y solo vive, vive tu vida y ve a París. 

– Un juego. Como la rayuela.

Las dos quedaron en silencio. Mariana sacó otro cigarrillo.

– ¿Alguna vez has pensado en las peores cosas de la vida?, preguntó Florencia. 

– Supongo que no. No paso mucho tiempo pensando en cosas tristes. 

– Pero si tuvieras que escoger algo, ¿que dirías que es la peor cosa que te puede pasar en la vida?

– Amar a alguien que no te ama. Carajo, no hay nada peor. Ver a alguien más con ese nivel de admiración, de adoración, y que ellos no sientan lo mismo… puta, qué dolor. 

– Respuesta típica de enamorada. 

Mariana se rió y le pegó a Florencia con amor. 

– ¿Y vos? ¿Qué crees que es lo peor que te pueda pasar en la vida?

– Morir en Argentina. 

– Mentira, mentira. Vos a lo que le tenés miedo es a verte reflejada en alguien que detestes. Como en Horacio. Vos le tenés miedo al determinismo. No te importa morir en Argentina – vos podrías morir en Buenos Aires, en Mendoza, en Iguazú – te importa acabar como él. Muerto pero con demasiados pensamientos en la cabeza, ahogado por todo lo que piensas. Por eso te escapas a París. Aunque no me sorprendería que te estés yendo a París por otra razón.

– ¿La cuál sería?

– Para convertirte en eso que odias. Para convertirte en Horacio.

Las dos permanecieron en silencio por un rato, Florencia sorbiendo mate, Mariana fumando. 

– Bueno, hay que pensar en las cosas buenas de la vida. Vos viajas a París, eso es importante. Y de hecho te tengo un regalito. 

Mariana se paró y bajó las escaleras rápidamente. Dejó los cigarrillos atrás. Florencia los vió y se robó un cigarrillo rápidamente. 

Después de unos cuantos minutos, Mariana regresó con una caja envuelta.

– Para vos, le dijo a Florencia. 

Florencia sonrió. Tomó la caja y la abrió. 

Dentro de la caja había una gabardina. 

Florencia palideció. Sentía que algo le apretaba el pecho, que el mundo se le caía encima. Oía que Mariana la llamaba a lo lejos, pero no podía contestar. Se paró lentamente, tomó sus cosas y, despidiéndose de Mariana, se fue del departamento. 

Bajó las escaleras y se recargó contra la pared, temblando. Tomó un cigarrillo de su bolsillo y, después de unos intentos, lo prendió. Sentía que ya no le importaba nada. 

Dejó salir el humo de su boca lentamente, imaginándose sentada en el antepecho de una ventana.

Hacía frío. Sin pensarlo (o después de mucho pensarlo), Florencia se puso la gabardina. Ya empezaba a oler a sopa fría.

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